¿Hay alguien ahí?

Por la tarde en el barrio, los niños desafiaban el miedo jugando al fútbol frente a la tenebrosa casa abandonada. Las ventanas rotas, los jardines marchitos y los murmullos escalofriantes ahuyentaban a los vecinos. A pesar de las constantes advertencias de volver antes de las 9, esa noche de sábado se les permitió un tiempo extra, ya que los residentes locales celebraban una divertida reunión.


La pelota saltaba entre patios, recuperada sin dificultad, hasta que se desvió y se perdió tras la ventana del segundo piso de la ruinosa casa. Los niños, decididos a recuperarla, se vieron sorprendidos cuando la pelota fue lanzada desde el interior, sumiendo el ambiente en un silencio sepulcral que dejó a todos preguntándose qué secretos macabros se ocultaban en las sombras de esa morada olvidada.


— ¿Hay alguien ahí? — preguntó Daniel con algo de temor, a lo que una voz débil e infantil respondió — ¡Sí! Y quiero jugar con ustedes. —


Después de una breve charla de niños, decidieron subir a jugar al escondite con su nuevo amigo, del cual solo podían ver la silueta asomándose por la ventana.


Una de las niñas contó hasta cincuenta, y todos se esparcieron para esconderse. A pesar de sus esfuerzos, resultó imposible hallar el paradero del misterioso niño antes de que fueran llamados de vuelta a sus casas.

Pasaron varios días sin saber de él, pero la oportunidad de quedarse hasta tarde se presentó de nuevo. Fue entonces cuando la sombra del niño reapareció en la ventana, extendiendo una invitación muda para que continuaran el juego y lo encontraran una vez más.


Los chicos, de manera instintiva, se negaron a la propuesta. Les aburría tener que buscar al niño desconocido, ya que demostraba ser demasiado astuto para esconderse. En su lugar, le pidieron que bajara a jugar fútbol con ellos.


Sin embargo, el chico se rehusaba categóricamente en cada ocasión, su tono revelaba una angustia profunda que generaba una atmósfera lúgubre. Aunque le rogaron con entusiasmo, sus súplicas no lograban aliviar la melancolía que emanaba del misterioso niño en la ventana.


—¿Por qué no quieres jugar con nosotros? —preguntó Daniel con curiosidad.

—Porque no puedo… —respondió el chiquillo con un sollozo, —¡Es que los fantasmas no tenemos pies! —añadió, y descendió flotando desde el segundo piso.

Las miradas incrédulas de los chicos se transformaron en pánico mientras observaban cómo el misterioso niño se deslizaba por el aire, desafiando las leyes de la realidad.

Aterrorizados, los chicos se dispersaron y corrieron hacia sus casas, dejando atrás la sombra inquietante de la casa abandonada.

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