Hermanas de Sangre

Lorena siempre había soñado con ser madre, pero por alguna razón, nunca pudo concebir un hijo con su esposo Carlos. Ella era una cocinera experta, y se dedicaba a preparar los más exquisitos platos para su familia y amigos. Pero, sentía que le faltaba algo en su vida.

Después de una larga jornada de trabajo en el restaurante donde era la chef principal, Lorena se sentía agotada, pero también satisfecha. Había preparado unos platos exquisitos, que habían deleitado a los comensales y le habían valido numerosos cumplidos. Se quitó el delantal, y se despidió de sus compañeros. Decidió acabar su jornada laboral antes, para llegar a casa más temprano de lo habitual, con la ilusión de sorprender a su esposo Carlos con una cena romántica.

Había comprado unas velas, unas flores y una botella de vino, para crear un ambiente íntimo y acogedor. Tal vez así podrían reavivar la pasión que se había ido apagando con los años, y recuperar la chispa que los había unido al principio.

Cuando llegó a su hogar, se topó con una escena que la paralizó. En su cama, estaban tendidos y desnudos Carlos y Andrea, su hermana menor. Lorena no podía creer lo que sus ojos le mostraban. ¿Cómo era posible que su esposo, el hombre con el que había compartido tantos sueños, le fuera infiel con su propia hermana? ¿Cómo era posible que Andrea, la niña a la que había cuidado y protegido desde pequeña, le clavara un puñal por la espalda? Lorena sintió que se le rompía el corazón en mil pedazos, y que un vacío se abría en su pecho.

En vez de encararlos, Lorena decidió fingir que no había visto nada. Se alejó de la habitación con cautela, y cerró la puerta sin hacer ruido. Guardó su secreto en lo más hondo de su ser, y esperó pacientemente a que el destino le brindara la ocasión de devolverles el golpe.

Entretanto, se mostró con su hermana como si todo siguiera igual, como si fuera la misma hermana mayor que la amaba y la apoyaba.

Lorena se sumergió en su trabajo, donde era una chef respetada y elogiada. Pasaba las horas muertas en el restaurante, preparando los menús, supervisando al personal, y cocinando los platos más deliciosos. Era su forma de escapar de la realidad, de olvidar el vacío y la traición que la esperaban en su casa.

Carlos, por su parte, aprovechaba la ausencia de Lorena para continuar con su aventura con Andrea. Se veían a escondidas, en hoteles, o en la misma casa de Lorena cuando sabían que llegaba tarde. Se entregaban al placer sin culpa, creyendo que nadie los descubriría.

No tardó mucho en que el embarazo de Andrea se hiciera evidente. Su vientre se abultaba cada vez más, y su rostro se iluminaba con una sonrisa maternal. Carlos se ponía muy nervioso, temiendo que Lorena se enterara de su infidelidad.

Andrea le había contado a su hermana que se había embarazado de su exnovio, y que no quería que él se enterara ni se involucrara. Le dijo que ella se haría cargo de su hijo, y que solo necesitaba de su apoyo. Lorena fingió creerle, y le ofreció su ayuda y su cariño.

Los meses transcurrieron, entre el trabajo de Lorena, que se refugiaba en la cocina, y los encuentros de Carlos y Andrea, que se escapaban a escondidas. Lorena no permitió que su hermana percibiera el odio que le corroía el alma. Se comportó con ella como la hermana mayor que la quería y la cuidaba. Le propuso hospedarla en su casa durante los últimos días antes del parto. Le aseguró que así podría atenderla mejor, y que le haría feliz tenerla cerca.

Andrea aceptó, confiada en que su hermana la apoyaría.

Carlos regresó a casa de madrugada, confiado en que Lorena aún estaría en el restaurante. Entró con sigilo, y se dirigió al dormitorio donde se alojaba Andrea. Abrió la puerta con cuidado, y se quedó petrificado al ver lo que había dentro.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo, y un grito se le atoró en la garganta. Andrea estaba tendida en la cama, con el vientre rajado de un lado a otro, y la sangre salpicada en las sábanas. Su rostro estaba lívido y desfigurado, y sus ojos abiertos y vacíos.

No había rastro del bebé. Solo un cuchillo ensangrentado, que reconoció como uno de los que usaba Lorena en la cocina. El cuchillo tenía grabado el nombre de Lorena en el mango, como una firma macabra cubierta de sangre.

Carlos se acercó a la cama, con la esperanza de que todo fuera una pesadilla. Pero al tocar el cuerpo de su amante, sintió el frío de la muerte. Un grito ahogado se le escapó de la garganta, pero nadie lo oyó. La lluvia y los truenos que se oían desde la ventana ahogaban cualquier sonido. Carlos se dejó caer al suelo, abrazando el cadáver de su amante, mientras las lágrimas se mezclaban con la sangre.

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La casa estaba en silencio, solo interrumpido por el sonido de la lluvia y los truenos que se oían desde el exterior. Las sombras se proyectaban sobre las paredes, creando formas amenazadoras. Lorena se acercó a la puerta del cuarto de Andrea, y la abrió con cuidado. La habitación estaba a oscuras, solo iluminada por una pequeña lampara de noche que dejaba ver la silueta de Andrea en la cama.

Lorena llevaba consigo un cuchillo de cocina, afilado y reluciente, que reflejaba la luz de los rayos que entraban vagamente por la ventana.

Se fijó en el vientre abultado de su hermana, donde crecía el hijo de la traición.

Sintió una oleada de odio y celos, que la impulsó a actuar. Con un gesto rápido y preciso, le hizo un corte en el abdomen, sin piedad ni remordimiento. Andrea se despertó con un grito de dolor y terror, pero Lorena le tapó la boca con una almohada, impidiéndole pedir ayuda. Luego segundos después, dejó el cuchillo ensangrentado junto al cuerpo de Andrea, que yacía inerte y pálida.

Con destreza y rapidez, extrajo al bebé del útero, y lo envolvió en una manta.

Era un niño hermoso, Lorena lo acunó en sus brazos, y le susurró al oído «No te preocupes, mi amor. Ahora yo soy tu mamá. Y nadie nos separará jamás.»

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Carlos lloraba desconsoladamente, abrazando el cadáver de su amada, mientras la sangre teñía sus manos y su ropa.

Un dolor agudo y punzante le atravesó el pecho, como si una llama ardiente lo consumiera por dentro. Bajó la mirada, y vio con horror una hoja metálica que le atravesó los órganos. Carlos no podía creer lo que le había pasado.

Quizás estaba tan abrumado por su dolor, que no había sentido el golpe mortal.

Giró la cabeza, buscando con la vista a su verdugo. Allí estaba Lorena, parada, con una sonrisa malévola y un bebé entre mantas. Lorena lo miraba con odio, mientras mecía al niño, como si fuera suyo.

«Hola Carlos» dijo Lorena, con voz fría. «¿Te gusta la sorpresa que te he preparado? Espero que hayas disfrutado de tu último momento con tu amante. Porque ahora, los dos estarán muertos. Y yo me quedo con el bebé. El bebé que siempre quise tener.»

«El bebé que es mío, solo mío.»

Carlos quiso decir algo, pero solo pudo emitir un gemido. Sentía que la vida se le escapaba.

Lorena se acercó a él, y le dio un beso en la frente.

«Adiós Carlos» susurró Lorena. «Que te pudras en el infierno.»

Lorena salió de la casa con el bebé en brazos, y se subió a su auto. Arrancó el motor y se dirigió a la carretera. Sonrió con satisfacción, y miró al bebé, que lloraba débilmente.

Era suyo, solo suyo. Nadie se lo quitaría.

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