Un Futuro Incierto Adelaide

El conde, con el corazón aun latiendo desbocado por la violencia de la escena en el jardín, se sentía como si el mundo entero se hubiera tambaleado sobre sus hombros. ¿Cómo podía ser que el duque de Tharion, yaciera ahora víctima de una atrocidad que ni en sus peores pesadillas habría imaginado? La ira y el desconcierto se mezclaban en su mente mientras observaba el cofre macabro que se había convertido en la tumba improvisada de su futuro benefactor.

Con una voz que apenas lograba controlar, el conde ordenó a los presentes que se retiraran. Su mandato resonó en el aire, helando los huesos de los invitados, quienes, atónitos y temerosos, obedecieron sin rechistar. Murmullos nerviosos se propagaron entre ellos, y algunos se aferraron a sus amuletos protectores, rezando en voz baja por sus almas y por el alma del duque.

Con gesto firme, el conde tomó del brazo a su hija Adelaide, cuyos ojos brillaban con una expresión indescifrable. No podía leer en su rostro ninguna muestra de dolor o pesar por la pérdida de su prometido, y esa falta de emoción solo alimentaba la tormenta de emociones dentro del conde.

Una vez dentro del castillo, la furia contenida del conde estalló. Soltó bruscamente el brazo de Adelaide y la miró con ojos llenos de desesperación y furia.

—¿Qué demonios ha pasado aquí, Adelaide? —exclamó, su voz resonando en la habitación con un eco de furia contenida—. ¿Sabes algo de esto?

Adelaide, con una expresión enigmática en su rostro, respondió con calma, aunque sus ojos reflejaban una tormenta interna.

—No tengo respuestas para ti, padre. Esto es tan desconcertante para mí como lo es para ti.

El conde apretó los puños, luchando por contener la ira que lo consumía.

—¡No puedo creer que estés tan imperturbable ante esta tragedia! —gritó, frustrado por la aparente indiferencia de su hija—. ¡Tu prometido ha sido asesinado de la manera más atroz imaginable, y aquí estás, como si nada hubiera pasado!

Adelaide permaneció impasible ante la ira de su padre, una sombra de emoción cruzando su rostro solo por un instante antes de volver a su calma habitual.

—Lo siento, padre —dijo con una frialdad que heló el corazón del conde—. Pero no puedo sentir lo que no está en mí.

La sirvienta, que había permanecido en silencio durante la confrontación, finalmente intervino, su voz temblando ligeramente con la preocupación.

—Mi señor, por favor, tenga compasión —imploró—. La señorita Adelaide está pasando por un momento difícil. No puede ser fácil para ella…

El conde la interrumpió con un gesto brusco.

—¡Tú no entiendes nada! —exclamó, su voz resonando con un tono amargo—. No puedes comprender lo que está en juego aquí. La seguridad de nuestro legado está en peligro, y todo por culpa de esta… esta…

La sirvienta bajó la mirada, resignada, mientras el conde, exhausto por la emoción, se dejaba caer pesadamente en su silla.

El conde, con su rostro enrojecido por la ira y el desdén, se plantó frente a Adelaide, quien lo miraba con una mezcla de temor y resignación. En el silencio cargado de tensión, el eco de las palabras del conde resonó en la estancia, pesado como una losa.

—Escúchame bien, Adelaide. No toleraré que arruines mi reputación ni deshonres mi nombre. No puedo permitir que tu imprudencia manche nuestro linaje. Buscaré a alguien más adecuado para que te cases. Esto no puede quedar así.

Las palabras del conde penetraron en el alma de Adelaide como dagas afiladas, causando estragos en su ya maltrecho corazón. Una sensación de desamparo la envolvió, mientras luchaba por mantener la compostura ante la mirada implacable de su progenitor.

Con un gesto autoritario, el conde se volvió hacia la sirvienta, cuya expresión reflejaba un miedo palpable.

—Lleva a Adelaide a su habitación y asegúrate de que no salga de allí bajo ninguna circunstancia —ordenó con voz firme—. No toleraré más desafíos de su parte.

La sirvienta, con los ojos empañados de lágrimas, asintió con sumisión y tomó a Adelaide del brazo, conduciéndola por los pasillos del castillo hacia su encierro. La joven seguía en silencio, resignada a su destino, mientras el eco de las palabras de su padre resonaba en su mente una y otra vez.

Al llegar a la habitación, la sirvienta abrió la puerta con cuidado y empujó a Adelaide hacia adentro, cerrándola con un crujido sordo. A través de la madera, las palabras de disculpa de la sirvienta resonaron en la habitación, como un eco lejano de compasión en medio de la oscuridad que la rodeaba.

—Perdóneme, mi señorita. No tengo elección, debo obedecer las órdenes del conde. Rezaré por usted, para que todo mejore —susurró la sirvienta, con la voz entrecortada por el llanto.

Adelaide permaneció en silencio, escuchando el eco de las palabras de consuelo de la sirvienta. Se acercó a la ventana y observó el paisaje que se extendía más allá de los muros del castillo, preguntándose qué depararía el futuro para ella en aquel mundo incierto y hostil. Suspiró, sintiendo el peso de la soledad y la incertidumbre aplastándola, mientras la luz del atardecer pintaba el cielo con tonos dorados, como un presagio de esperanza en medio de la oscuridad que la rodeaba.

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