El nahual de Tlaxcala: una leyenda de terror mexicana

En un pueblo de Tlaxcala, en el centro de México, vivía un hombre muy rico y poderoso, que poseía muchas tierras y animales. Su nombre era Don Rodrigo, y era el dueño de la hacienda más grande y próspera de la región. Todos lo respetaban y temían, pues tenía mucha influencia y autoridad. Sin embargo, nadie sabía cómo había conseguido su fortuna, ni por qué nunca salía de su casa durante el día. Algunos decían que era un hombre muy trabajador y ahorrativo, otros que había heredado el dinero de su familia, y otros que había hecho negocios sucios con gente peligrosa.

Pero la verdad era mucho más terrible y sorprendente. Don Rodrigo tenía un secreto oscuro que ocultaba a todos: era un nahual, una persona que podía transformarse en diferentes animales gracias a un pacto con el diablo. Desde que era joven, Don Rodrigo había sentido una gran fascinación por los animales, especialmente por los lobos, que le parecían los más fuertes y salvajes. Un día, se encontró con un viejo brujo que le ofreció cumplir su sueño: convertirse en lobo a cambio de su alma. Don Rodrigo no lo dudó ni un momento y aceptó el trato.

Desde entonces, cada noche, cuando la luna salía, Don Rodrigo se ponía un cinturón de piel de lobo y una prenda usada, que eran los objetos mágicos que le permitían cambiar de forma. Entonces, se convertía en un enorme lobo negro, con ojos rojos y colmillos afilados. Salía de su casa y recorría los campos en busca de presas fáciles. Se metía en las granjas de los campesinos y se robaba sus ovejas, sus cabras y sus vacas. Luego, las devoraba con voracidad y regresaba a su casa antes del amanecer.

Así fue como Don Rodrigo se hizo rico y poderoso: robando el ganado de los demás y vendiéndolo como suyo. Nadie sospechaba de él, pues era muy astuto y cuidadoso. Siempre borraba sus huellas y se deshacía de las evidencias. Además, tenía comprados a los alcaldes y a los policías, que hacían la vista gorda ante sus fechorías.

Los campesinos estaban muy preocupados por la situación, pues cada vez tenían menos ganado y menos dinero. No sabían quién era el responsable de esos ataques, ni cómo detenerlos. Algunos pensaban que era un animal salvaje, otros que era un bandido disfrazado, y otros que era una maldición divina. Muchos se armaban con escopetas y machetes para defender sus propiedades, pero nunca lograban atrapar al ladrón.

Una noche, unos hombres decidieron ir a una pulquería a beber y a olvidar sus penas. Eran amigos desde la infancia, y se llamaban Pedro, Juan y Luis. Estaban muy borrachos y se les hizo tarde para volver a sus casas. Cuando iban caminando por una vereda oscura, se encontraron con el lobo nahual, que les cerró el paso y les gruñó amenazadoramente.

Los hombres se asustaron mucho al ver al monstruo frente a ellos. Pedro sacó su pistola y le disparó al lobo en una pata. El lobo soltó un aullido de dolor y huyó cojeando hacia el bosque. Los hombres se quedaron paralizados por unos segundos, sin creer lo que acababan de ver.

  • ¿Qué fue eso? -preguntó Juan.
  • Era un lobo gigante -respondió Luis.
  • No era un lobo cualquiera -dijo Pedro-. Era el nahual.
  • ¿El nahual? -repitieron Juan y Luis.
  • Sí, el nahual -insistió Pedro-. El hombre más rico del pueblo, Don Rodrigo.
  • ¿Cómo sabes eso? -preguntó Juan.
  • Porque lo reconocí por la ropa -explicó Pedro-. ¿No vieron que llevaba puesta una camisa vieja y rota? Era la misma que vi ayer en la casa de Don Rodrigo cuando fui a cobrarle una deuda.
  • ¿Estás seguro? -dudó Luis.
  • Claro que estoy seguro -afirmó Pedro-. Además, le di en la pata. Mañana lo veremos cojeando.
  • ¿Y qué vamos a hacer? -preguntó Juan.
  • Lo que tenemos que hacer -respondió Pedro-. Denunciarlo ante las autoridades y ante el pueblo. Ese hombre es un nahual y un ladrón, y tiene que pagar por sus crímenes.

Los hombres regresaron a la pulquería y le contaron al dueño lo que les había pasado. El dueño se llamaba Don Pancho, y era un hombre muy sabio y respetado en el pueblo. Él les creyó y les dijo que tenían razón: Don Rodrigo era un nahual, y se robaba el ganado por las noches. Les dijo que al día siguiente lo reconocerían por la herida en la pata, y que debían denunciarlo ante las autoridades.

Al otro día, los hombres fueron a buscar a Don Rodrigo a su casa. Lo encontraron sentado en una silla, con una venda en la pierna. Le preguntaron qué le había pasado, y él les dijo que se había caído por las escaleras. Los hombres no le creyeron y lo acusaron de ser un nahual y un ladrón. Don Rodrigo se puso nervioso y trató de negarlo todo, pero los hombres lo arrastraron hasta la plaza del pueblo.

Allí lo esperaba una multitud enfurecida, que lo insultaba y le tiraba piedras. Los hombres le quitaron la venda y vieron la herida de bala en su pierna. Entonces supieron que era verdad lo que decían: era un nahual. Lo ataron a un poste y le prendieron fuego, mientras él gritaba y pedía perdón.

  • ¡Por favor, no me maten! -suplicaba Don Rodrigo-. ¡Yo no soy un nahual, soy un hombre como ustedes!
  • ¡Mentiroso! -le gritaban los campesinos-. ¡Eres un nahual y un ladrón, y mereces morir!
  • ¡Perdónenme, por favor! -rogaba Don Rodrigo-. ¡Fue el diablo quien me tentó, yo no quería hacerles daño!
  • ¡No te perdonamos nada! -le respondían los campesinos-. ¡Has hecho mucho daño, y ahora vas a pagar!

El fuego consumió el cuerpo de Don Rodrigo, que se retorcía de dolor. Su piel se quemaba, su sangre hervía, sus huesos se rompían. Su rostro se deformaba, mostrando rasgos de lobo. Su voz se apagaba, mezclando gritos humanos con aullidos animales. Así murió el nahual de Tlaxcala, quemado vivo por sus propios vecinos.

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