El Cazador

En una gélida noche de invierno, un cazador caminaba solo por el bosque. Su vida amorosa había sido una serie de desilusiones, y la soledad pesaba sobre él más que el frío que se adentraba en sus huesos. Con una botella de licor en una mano y su rifle en la otra, buscaba consuelo en la oscuridad de la noche.

Mientras avanzaba por el bosque, el cazador escuchó un suave gemido que lo desconcertó.

Siguió el sonido y se topó con una hembra de coyote que yacía herida y temblorosa en la nieve. Sus ojos dorados reflejaban el miedo y la agonía. El cazador, a pesar de su oscuro estado de ánimo, no pudo evitar sentir compasión por el animal. Se acercó con cautela y se dio cuenta de que la coyota estaba a punto de dar a luz.

La coyota lo miró con una expresión de súplica en sus ojos, como si le pidiera ayuda. A pesar de ser cazador, no podía dejar a la criatura indefensa en ese estado. Sin pensarlo dos veces, improvisó un refugio con ramas y hojas para proteger a la coyota de la tormenta y la mantuvo caliente con su propia chaqueta. Pronto, la coyota dio a luz a una camada de cachorros, y el cazador asistió en el proceso, asegurándose de que tanto la madre como sus crías estuvieran a salvo.

La nieve había caído en grandes cantidades, cubriendo al cazador y a la madre coyote y sus cachorros por completo. El hombre se encontraba aislado en medio de la espesa capa de nieve, incapaz de moverse y con la incertidumbre de si lograría sobrevivir a esta situación.

La tormenta finalmente cedió, y el cielo se despejó revelando un paisaje inmaculado. La luna brillaba en lo alto, iluminando la escena como un manto de plata. La madre coyote, agotada por el parto y la lucha contra el frío, quedó dormida junto con sus pequeños cachorros, y el cuerpo del cazador les proporcionó el calor que necesitaban para mantenerse vivos.

A la mañana siguiente, la coyota despertó por el suave gruñir de sus cachorros, y les proporcionó alimento con ternura. Pero, algo llamó su atención, el hombre que había estado con ellos la noche anterior seguía inmóvil y frío. La coyota se acercó a él, lamió su rostro y olfateó su cuerpo, pero no hubo respuesta.

La madre coyote, conmovida por la generosidad del hombre que había compartido su calor con ellos, sabía que él había dado la vida por ellos en esa fría noche de invierno.

El Dios de los Vientos, que había observado la noble acción de la madre coyote y el sacrificio del hombre, se acercó a ella en una noche estrellada. Le dijo que el hombre buscaba amor, pero no lo conocía. La coyota, en su sabiduría, respondió que, en el bosque, el amor estaba en todas partes, en la nieve que cubría la tierra, en los pinos que se alzaban altos y majestuosos, en los arroyos que fluían con vida y hasta en el mismo viento que acariciaba sus pelajes.

La madre coyote recordaba con gratitud el amor que el hombre les había brindado y cómo había sacrificado su propia comodidad y bienestar para salvarles la vida. A raíz de esta experiencia, ella y sus cachorros aullaban en las noches estrelladas, mirando al cielo, esperando que el hombre pudiera escuchar sus voces y sentir su amor.

En cada aullido, le expresaban lo mucho que lo amaban y lo extrañaban, agradeciéndole por el regalo más preciado que jamás habían recibido: la oportunidad de vivir y conocer el amor. La madre coyote había comprendido que el amor era un vínculo poderoso que podía trascender las barreras de las especies y conectar a seres de mundos distintos en un lazo eterno. El hombre, aunque jamás lo sabría, había dejado una huella indeleble en el corazón de la coyota y sus cachorros, y su espíritu viviría en la naturaleza que los rodeaba para siempre.

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