EL NIÑO PERDIDO EN MEDIANOCHE

Mi nombre es Luis. Soy un estudiante universitario y hace varios meses encontré un trabajo de limpieza en el turno nocturno. Aunque no es mi trabajo ideal, agarré esta oportunidad para poder pagar mis estudios y perseguir mis sueños universitarios.

Trabajar en horario nocturno tiene sus propios desafíos. Cada noche, el silencio del edificio se convertía en mi refugio, un santuario de pensamientos y reflexiones. La soledad era mi compañera constante, salvo por los susurros de historias no contadas que parecían emanar de las paredes blancas y frías que rodeaban el edificio.

Una noche, mientras la luna se ocultaba tras nubes de tormenta, un llanto infantil rompió la monotonía. Confundido, traté de seguir el sonido, que se hacía cada vez más fuerte y definido. Movido por la curiosidad y un instinto protector que no sabía que tenía, me dirigí hacia el origen del llanto.

Mis pasos resonaron en el silencio del edificio mientras avanzaba por los pasillos. Finalmente, llegué al pasillo menos transitado, donde encontré a un niño sentado en el suelo, llorando a mares. Sus lágrimas brillaban bajo la luz tenue que salía de una de las lámparas de techo que había cerca.

El niño, al verme, se sorprendió y corrió a mis brazos, abrazándome fuertemente. Su llanto empezó a disminuir, reemplazado por un sollozo más silencioso y contenido. Le pregunté qué le sucedía, pero no pude obtener una respuesta clara. Lo acaricié suavemente en el cabello y lo sostuve con fuerza, sabiendo que algo le había pasado que no podía explicar.

Me arrodillé frente al niño, buscando su mirada con la mía. La preocupación invadió mi mente al verlo llorar. Con suavidad, le pregunté qué le sucedía, tratando de calmarlo.

El niño, entre sollozos, finalmente logró articular una respuesta que me dejó sin aliento.

—No sé dónde están mis papás —dijo con voz temblorosa.

A pesar de que no era mi primera vez en esta situación, la tristeza del niño todavía me conmovió profundamente.

Traté de consolarlo como pude.

—No te preocupes, los vamos a esperar a que vengan por ti —le dije, intentando transmitirle confianza y tranquilidad—. ¿Qué te parece si mientras tanto jugamos?

La idea pareció animarlo. Un rayo de esperanza se encendió en sus ojos mientras su rostro se iluminaba.

—Sí, sí, me gusta jugar a las traes —exclamó con una sonrisa inocente.

Así empezamos a jugar. La diversión y el entusiasmo del niño nunca mermaron, a pesar de las circunstancias terribles que estaban sucediendo. Corrimos, saltamos, hicimos carreras, nos reímos.

La risa ruidosa del niño me llenó de alegría, sus pies descalzos golpeando el suelo mientras lo seguía de cerca. En ese momento, parecíamos dos amigos explorando una aventura juntos.

Sin embargo, en un descuido, el niño desapareció. Busqué su figura desesperadamente, anhelando escuchar su risa de nuevo, pero me encontré con el silencio de las paredes. La tristeza me invadió al darme cuenta de lo pequeño e indefenso que parecía ese niño en medio de la soledad del edificio.

Quería ir a buscarlo, pero la realidad me golpeó, era hora de volver a la soledad de mi trabajo.

—Al principio me daba miedo —confesé al vacío mientras retomaba la limpieza—. Pero con el tiempo, ya me he acostumbrado a estas cosas.

Finalmente, después de otro par de horas agotadoras, terminé mi turno. Tomé mis cosas y cerré la puerta con llave y puse la alarma. El sonido de la puerta al cerrarse se convirtió en música para mis oídos mientras comenzaba mi camino hacia mi departamento.

Mientras caminaba, un pensamiento se escapó de mis labios.

—Qué raro es trabajar en una morgue.

Y con esa reflexión, saqué mi celular, me puse los audífonos, y dejé que mi música favorita me acompañara en la oscuridad.

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio