Azul Profundo

En las primeras luces del alba, cuando el cielo aún abrazaba los tonos suaves del amanecer, Alejandro se deslizaba silenciosamente en su balsa de madera, cada remo rompiendo la calma del mar con un susurro. No era la pesca lo que lo llamaba al abrazo del océano, sino la promesa de un refugio, un santuario donde los ecos de los golpes de su padre no podían alcanzarlo.

Alejandro, con la destreza de un nadador nato, se sumergió en las profundidades azules. El mundo submarino se desplegaba ante él, un tapiz de colores vibrantes y vida vibrante. Mientras se movía entre corales y cardúmenes, una sombra oscura captó su atención. Un tiburón atrapado en una red pensó, nadando hacia él con cautela, pero con curiosidad.

Sin embargo, al acercarse, lo que descubrió dejó su corazón latiendo con fuerza contra su pecho. No era un tiburón, sino una criatura de leyendas y sueños de infancia. Una sirena, con cabello dorado que flotaba alrededor de su rostro como un halo y ojos azules que reflejaban la vastedad del océano. Su cola, cubierta de escamas que brillaban como gemas bajo los rayos del sol filtrados, se enredaba en la red con la desesperación de quien lucha por su libertad.

Alejandro emergió a la superficie, su mente llena de preguntas y emociones encontradas. ¿Qué hacer ahora? ¿Debería contarle a alguien sobre este increíble hallazgo? La decisión lo atormentaba mientras luchaba con el peso de su descubrimiento.

Decidió volver a sumergirse, su determinación guiándolo hacia la sirena atrapada. Sus ojos se encontraron con los de ella, reflejando miedo y agonía. Con manos firmes, Alejandro sacó su cuchillo y comenzó a cortar la red que aprisionaba a la criatura marina. Cada corte era una liberación para la criatura que parecía destinada a las profundidades.

La sirena, una vez liberada, lo miró con asombro antes de desaparecer en las profundidades del océano. Alejandro observó su partida con una sensación de satisfacción, preguntándose si algún día volvería a verla.

Alejandro regresó a su balsa, el silencio del amanecer roto solo por su respiración agitada. Había salvado a un ser mágico, y aunque nadie le iba a creer si lo contaba, él siempre llevaría la certeza de ese momento en su corazón.

Las mañanas posteriores al increíble encuentro con la misteriosa criatura marina, fueron una tormenta de emociones. Cada amanecer, cuando Alejandro se deslizaba en su balsa hacia el mar, se sentía como si estuviera atravesando el umbral entre dos mundos, el tangible y el de los sueños. La imagen de la criatura mítica lo perseguía, tanto en la pesca diaria como en los recovecos de su mente durante la noche. Sin embargo, la rutina familiar de lanzar las redes al mar y la pesca a pulmón le ofrecía un consuelo, un ancla en la realidad que lo mantenía firmemente arraigado a su mundo conocido.

Una mañana, como cualquier otra en apariencia, Alejandro se aventuró una vez más en el vasto océano. El cielo se extendía sobre él, claro y despejado, mientras las olas acariciaban su balsa con suavidad, aparentemente tranquilas. Pero el mar, con toda su grandeza y misterio, es un ente caprichoso, y puede cambiar de humor en un instante. Sin previo aviso, una corriente marina violenta surgió de las profundidades, como un rugido de la naturaleza que amenazaba con arrastrar todo a su paso.

Alejandro luchó con todas sus fuerzas contra la fuerza implacable del agua, su corazón golpeando con furia en su pecho mientras luchaba por mantenerse a flote en medio del torbellino acuático. Su pulso se aceleró, su mente gritó por aire y, en un último esfuerzo desesperado, extendió su mano hacia la superficie antes de que la oscuridad lo envolviera por completo.

Cuando Alejandro abrió los ojos, todo a su alrededor parecía un borrón de colores y sonidos. Se encontraba tendido sobre una roca áspera, su cuerpo empapado y tembloroso, mientras los cálidos rayos del sol acariciaban su piel. No sabía cómo había llegado allí ni cuánto tiempo había pasado desde que sucumbió a las profundidades del océano. El temblor que sacudía su cuerpo no era solo por el frío del agua, sino por el miedo, la confusión y la incredulidad que lo embargaban. Intentó incorporarse, pero sus músculos se negaron a obedecer, como si estuvieran aún bajo el influjo de la corriente salvaje que lo había arrastrado.

Fue entonces cuando los vio.

Un par de ojos azules, tan profundos como el mar mismo, emergiendo del agua justo frente a él. La sirena lo observaba con curiosidad y cautela, su cabello ondulante flotando alrededor de su rostro como un velo acuático. El corazón de Alejandro dio un vuelco en su pecho mientras la miraba, asombrado por su belleza y su presencia inesperada. Por un instante, sus ojos se encontraron en un silencioso intercambio, antes de que la sirena se sumergiera nuevamente en las profundidades del océano, dejando tras de sí un rastro de burbujas centelleantes.

Alejandro se quedó allí, en la roca que había sido su refugio inesperado, su mente zumbando con preguntas sin respuesta. La sirena lo había salvado, eso era evidente, pero ¿por qué?

Mientras el sol ascendía lentamente en el cielo, Alejandro sabía que su vida ya no sería la misma. Una puerta se había abierto a un mundo desconocido, lleno de maravillas que apenas comenzaba a vislumbrar.

La mañana siguiente, al despuntar el alba, el horizonte se convirtió en un lienzo donde los colores del amanecer se fusionaban en una sinfonía, que se reflejaban con delicadeza sobre las aguas tranquilas del mar. Alejandro, emergiendo de las profundidades con su cuerpo marcado por colores púrpuras y verdes que la corriente violenta le habían dibujado, se convirtió en un contraste viviente contra la serenidad de la mañana. Mientras sus ojos buscaban en el mar la calma que su corazón anhelaba.

A pesar de las marcas que adornaban su piel, Alejandro se sumergió en el mar con la misma emoción que siempre lo caracterizaba. Sus brazos se movían con una cadencia rítmica, rompiendo la superficie del agua con elegancia mientras se sumergía en el silencio del mundo submarino. Cada movimiento era una danza con el océano, una comunión con las fuerzas de la naturaleza que lo rodeaban.

Sin embargo, sin saberlo, desde la distancia, unos ojos azules como zafiros lo seguían con una atención que trascendía lo mundano. La mirada de la sirena, oculta entre las sombras del mar, lo observaba con una intensidad que rozaba lo sagrado, como si pudiera leer los secretos más profundos de su alma en cada gesto.

La pesca transcurrió sin incidentes, pero la mente de Alejandro estaba en otro lugar, perdida entre los recuerdos de escamas brillantes y miradas que hablaban sin palabras. Al terminar su labor, se sentó en su balsa y observó la escasa pesca con frustración. Se echó la culpa por su distracción mientras realizaba su trabajo, sabiendo que su mente y su corazón estaban en otra parte, perdidos en los misterios del mar.

Mientras tanto, la sirena, oculta en las profundidades, seguía observando a Alejandro con fascinación y curiosidad. Había algo en él que la intrigaba, una chispa de humanidad que resonaba en lo más profundo de su ser.

Desde la lejanía, la sirena se encontraba cautivada por la exquisita paleta de colores que Alejandro parecía desplegar en su rostro, sus ojos no podían apartarse de él. Había algo en aquel humano que la fascinaba profundamente, algo que iba más allá de su comprensión.

Para ella, las facciones que emanaban de Alejandro no eran simples expresiones, más bien, eran ventanas abiertas a las emociones que él guardaba en su interior, cada matiz contando una historia única y profunda.

Con cautela, la sirena se acercó y emergió ligeramente sobre las olas, su figura etérea perfilándose contra el horizonte. Observó al joven con curiosidad y ternura, notando la tristeza que se reflejaba en su rostro. Aquella tristeza era un eco del dolor que ella misma había experimentado alguna vez, atrapada y sola en las profundidades del océano, y sintió una punzada de empatía por él.

Alejandro sintió un cambio en el ambiente y levantó la vista. Sus ojos se encontraron con los de la sirena, y en ese momento, el tiempo pareció detenerse. No hubo miedo ni sorpresa en sus miradas, solo una comprensión mutua y un silencioso acuerdo entre dos almas que se reconocían en un nivel más profundo que las palabras.

Con un gesto audaz, la sirena venció la barrera de su propia naturaleza reservada y extendió su mano hacia Alejandro. Sus dedos, delicados y translúcidos como el cristal del mar, rozaron suavemente su mejilla, transmitiendo una sensación de paz.

Lentamente, sin emitir palabra alguna, la criatura marina comenzó a entonar un canto ancestral que brotaba de lo más profundo de su ser, una melodía que parecía entrelazar el susurro de las olas con el viento entre las palmeras, creando una sinfonía mágica que envolvía a los dos seres en un abrazo de armonía.

Alejandro se dejó llevar por la sinfonía, cada nota acariciando su alma y tejiendo un hechizo a su alrededor. En ese momento efímero, todo lo demás desapareció, y solo existían él y ella, unidos por un lenguaje más antiguo que el tiempo mismo, fundidos en la danza eterna del océano y un sentimiento que trascendía todas las fronteras.

En un instante, la magia que envolvía a Alejandro se desvaneció con la crudeza de un grito proveniente de la orilla. “¡Ven acá, maldito!” La voz ronca de Don Ernesto, el furioso dueño de la pescadería donde Alejandro pasaba sus días ya también su padre, resonó en el aire como un trueno, cortando la armonía del momento como un cuchillo afilado. “¡Apúrate, inútil, los peces no se preparan solos!”.

El pánico se apoderó de Alejandro como una ola violenta que lo arrastraba hacia la realidad cruda y despiadada que lo aguardaba en la costa. La sirena, confundida por la brusca interrupción, se sumergió en las profundidades, pero su mirada perduraba, anclada en el joven mientras su figura se desvanecía en la distancia.

Remando con desesperación hacia la orilla, Alejandro luchaba contra las corrientes de sus propias emociones. Aun resonaba en su interior la belleza del canto de la sirena, un dulce recuerdo que chocaba violentamente contra la dureza de su vida cotidiana.

El retorno a la orilla se convirtió en un despertar brutal para Alejandro. Los golpes de Don Ernesto caían sobre él como las implacables olas que rompían contra las rocas. “¡Esto es todo lo que trajiste, esto no alcanza para nada, maldito inútil!” La ira del hombre era tan palpable como la sal en el aire, su voz un trueno que retumbaba en el alma de Alejandro mientras enfrentaba la furia del destino que parecía estar siempre en su contra.

Desde la distancia, la sirena observaba con una intensidad inusual, sus ojos azules oscurecidos por una ira que rara vez afloraba en su ser. La crueldad con la que el joven era tratado encendía en ella un sentimiento desconocido, una necesidad instintiva de proteger a aquel que una vez la había salvado de las redes mortales del hombre.

Don Ernesto, cegado por la ira, agarró a su hijo por los cabellos y lo arrastró de vuelta a la balsa con brutalidad. Remaron en silencio por unos minutos, pero la tormenta en el corazón del padre no amainaba. “¡No saldrás del agua hasta que traigas lo necesario!”, rugió, su voz resonando sobre las aguas como un trueno en la tormenta. Sin embargo, su enojo fue interrumpido por una melodía que emergía del mar, un canto tan hermoso y envolvente que el tiempo parecía detenerse a su alrededor.

El hombre se acercó al borde de la balsa, atraído por la magia de la canción que llenaba el aire. Al mirar hacia abajo, se encontró con unos ojos azules resplandecientes que lo observaban desde las profundidades. En un instante, sintió un dolor agudo en su cuello, como si algo caliente y afilado lo atravesara. Al bajar la mirada hacia su mano, vio un líquido rojo y viscoso escurriéndose entre sus dedos, mientras su mente se nublaba.

Momentos después, su cabeza se separó de su cuerpo, sumergiéndose en las profundidades del vasto mar que él mismo había explorado con tanto desprecio.

Alejandro, con el corazón temblando y los ojos nublados por lágrimas, apenas podía creer lo que sus sentidos le decían. De repente, la hermosa sirena emergió a su lado. Al abrir la boca, una melodía tan bella, suave y reconfortante comenzó a fluir, envolviendo el ambiente como una caricia celestial. Con una gracia que solo una criatura mágica podría poseer, ella se acercó al joven y con la suavidad de una pluma, acarició su mejilla con una mano delicada, extendiendo la otra en un gesto de invitación.

Con un último vistazo al cielo que se pintaba con los colores del amanecer, Alejandro sintió una corriente de determinación recorrer su ser. Tomó la mano extendida de la sirena, aceptando el destino que se revelaba ante él. Juntos, se sumergieron en la inmensidad del mar, adentrándose en un reino donde el tiempo parecía detenerse y las fronteras entre lo real y lo fantástico se desdibujaban, uniendo sus corazones en un vínculo que trascendía toda comprensión.

Muchos años después, los marineros compartían historias alrededor de fogatas en las noches estrelladas, susurros de dos almas afines que vagaban por el mar en una danza eterna entre el amor y la compasión. Hablaban de una leyenda que perduraba en el tiempo, de dos seres unidos por un destino trágico que encontraron consuelo y propósito en las profundidades del vasto y misterioso océano, extendiendo su ayuda tanto a los humanos en peligro como a las criaturas marinas en agonía, una historia que viviría por siempre en los corazones de quienes creían en la magia del mar.

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