El Cofre Misterioso Adelaide

El sol se alzaba en el horizonte, que se reflejaba en las cristalinas aguas del lago cercano al castillo. El aroma de las flores recién cortadas llenaba el aire, mezclándose con el ruido de los sirvientes que apresuradamente colocaban guirnaldas y arreglos florales por todo el lugar.

Los invitados, ataviados con sus mejores galas, conversaban animadamente entre ellos, intercambiando noticias y chismes de la alta sociedad. Algunos se deleitaban con los manjares y vinos finos que se servían en mesas decoradas con delicadeza.

Sin embargo, conforme pasaban los minutos y las horas, una inquietud comenzaba a apoderarse de los presentes. Los murmullos se volvían más persistentes, las miradas se volvían nerviosas y expectantes. ¿Dónde estaba el duque de Tharion?

El reloj de arena marcaba el paso inexorable del tiempo, y aún no había señales del ilustre noble. Los anfitriones, tratando de mantener la compostura, intentaban calmar a los invitados con excusas y promesas de que el duque pronto llegaría. Pero conforme avanzaba la tarde, la incertidumbre se transformaba en preocupación, y la preocupación, en indignación.

Los carruajes seguían llegando, pero el más esperado no aparecía. Los rumores empezaban a circular: ¿Había ocurrido algún percance en el camino? ¿Quizás el duque había cambiado de opinión sobre el matrimonio? La tensión en el ambiente era palpable, y el aura de celebración se desvanecía lentamente, como una vela que se consume en la oscuridad.

Adelaide, vestida con un exquisito vestido de seda blanco adornado con encajes y perlas, se encontraba en un rincón del salón principal, observando con nerviosismo y confusión la creciente inquietud de los presentes. Los comentarios despectivos y las miradas de juicio no pasaban desapercibidos para ella, provocando un nudo en su estómago y un pesar en su corazón.

A medida que los murmullos de los nobles aumentaban en intensidad, Adelaide se sentía cada vez más acorralada por las expectativas y las normas sociales que la rodeaban. Había aceptado la propuesta de matrimonio del duque de Tharion por deber y conveniencia, pero en el fondo de su ser, nunca había estado verdaderamente convencida de esa unión. La perspectiva de casarse con un hombre al que apenas conocía y cuyas intenciones no estaban claras siempre la había atormentado en secreto.

Ahora, frente a la posibilidad de que el duque no se presentara, un torbellino de emociones la invadía. Por un lado, experimentaba un alivio palpable ante la perspectiva de liberarse de un destino que nunca había deseado. Pero al mismo tiempo, se sentía atrapada en un laberinto de incertidumbre y expectativas sociales, sin saber qué camino tomar.

Mientras los pensamientos se agolpaban en su mente, Adelaide se aferraba a la esperanza de que la ausencia del duque fuera una bendición disfrazada.

La desesperación se cernía sobre los invitados mientras el caos se apoderaba gradualmente del salón de banquetes. Algunos nobles, impacientes y molestos por la falta de organización, comenzaban a expresar abiertamente su descontento. Sus voces resonaban por los amplios pasillos del castillo, creando un murmullo tumultuoso que amenazaba con romper la etiqueta y el protocolo de la alta sociedad.

Entre los presentes, varios jóvenes nobles, ávidos de destacar y asegurar su posición en la jerarquía aristocrática, se acercaban al conde con halagos y adulaciones, tratando de ganarse su favor. Argumentaban con fervor que serían un partido mucho más adecuado para Adelaide que el enigmático duque ausente, prometiendo lealtad y prosperidad a cambio de su mano.

El conde, un hombre astuto y calculador, escuchaba estas proposiciones con una mezcla de resignación y oportunismo. Si bien en su interior albergaba ciertas dudas y reservas sobre la conveniencia del matrimonio con el duque, veía a su hija más como un peón en el tablero político que como un ser humano con deseos y aspiraciones propias.

Para él, Adelaide representaba una valiosa herramienta para aumentar su influencia y asegurar alianzas estratégicas en el complejo entramado de la política de Zaliria. No obstante, las sugerencias de los jóvenes nobles despertaban un atisbo de consideración en su mente, alimentando la posibilidad de futuras alianzas y matrimonios ventajosos que pudieran fortalecer aún más su posición.

Mientras tanto, Adelaide, ajena a las maquinaciones y las negociaciones que tenían lugar a su alrededor, seguía sumida en sus propios pensamientos y emociones. Incapaz de ignorar la sensación de ser tratada como una mercancía en una transacción política.

El sonido de los cascos del corcel resonaba en el patio del castillo, anunciando la llegada del mensajero con su preciosa carga. Los invitados, ansiosos por descubrir el contenido del misterioso cofre, se aglomeraban alrededor con expectación, susurros de anticipación llenando el aire mientras observaban con fascinación la elegante caja de madera que portaba el mensajero.

El cofre, adornado con intrincados detalles de oro que relucían bajo la luz del sol poniente, emanaba un aura de misterio y opulencia que dejaba boquiabiertos a los presentes. Las especulaciones corrían desenfrenadas entre la multitud, cada uno imaginando qué maravillas podrían encontrarse dentro de aquel tesoro tan exquisitamente presentado.

Algunos susurraban que seguramente se trataba de un regalo extraordinario del duque ausente, un gesto de reconciliación y arrepentimiento por su inesperada ausencia en la boda. Otros especulaban sobre la posibilidad de que el cofre contuviera una joya deslumbrante, una muestra de riqueza y generosidad destinada a impresionar a la futura esposa y a los invitados por igual.

La expectativa alcanzaba su punto máximo mientras el mensajero, con solemnidad, entregaba el cofre en manos temblorosas de Adelaide. Todos aguardaban con anticipación, esperando que la joven desvelara el contenido y pusiera fin al suspenso que había capturado la atención de todos los presentes en la fiesta de boda.

Con un gesto delicado, Adelaide abrió el cofre lentamente, revelando el tesoro que yacía en su interior y dejando a todos los presentes sin aliento ante la sorpresa que les aguardaba.

Un silencio sepulcral se apoderó del salón mientras todos contemplaban con horror y repulsión el macabro contenido del cofre. La cabeza decapitada del duque de Tharion, con sus ojos fríos y sin vida y su boca aún manchada de sangre, yacía en el interior, como un grotesco recordatorio de la violencia y la brutalidad que acechaba en las sombras.

El estupor se reflejaba en los rostros pálidos y conmocionados de los presentes, quienes retrocedían instintivamente ante la espantosa visión que tenían ante sus ojos. Murmullos de incredulidad y consternación se extendían por el salón, mientras algunos se tapaban la boca en un intento de contener el horror que les embargaba.

La nota que acompañaba aquel espantoso trofeo añadía un escalofriante matiz de amenaza y misterio. Las palabras escritas con una caligrafía firme y decidida dejaban claro que aquel acto atroz no era simplemente un crimen pasional, sino el primer paso de un conflicto mucho más amplio y siniestro.

“Esto es lo que les pasa a los que se oponen a mí. La guerra ha comenzado. Atentamente, Isabella.”

El nombre de Isabella resonaba en el aire, despertando temores y sospechas sobre la identidad y las intenciones de esta misteriosa figura que parecía estar detrás de tan horrendo acto. Los presentes se miraban entre ellos con desconcierto y temor, preguntándose qué significaba aquel macabro mensaje y qué implicaciones tendría para el futuro de Zaliria y de todos aquellos que habitaban en su turbulento reino.

El estupor se reflejaba en los ojos de Adelaide mientras permanecía paralizada ante la horrenda escena que se desarrollaba frente a ella. Su mente se llenaba de preguntas sin respuesta, girando en un torbellino de confusión y angustia. ¿Quién había perpetrado tan atroz acto?, ¿Qué significaba aquel siniestro mensaje firmado por Isabella?

A pesar del caos y la desesperación que la rodeaban, un destello de alivio y liberación brillaba en los ojos de Adelaide, una sonrisa genuina se asomaba en sus labios. Aunque no podía evitar sentir un escalofrío recorriendo su espalda ante la visión de la cabeza decapitada del duque, en lo más profundo de su ser, una sensación de libertad y redención comenzaba a florecer.

La carga de un matrimonio no deseado, la presión de las expectativas sociales y el peso de las responsabilidades impuestas se desvanecían en aquel momento, dejando espacio para un nuevo comienzo, aunque incierto y turbulento.

Sin embargo, la sonrisa de Adelaide no pasaba desapercibida para los presentes, quienes, sorprendidos por su aparente falta de horror ante la espantosa escena, la miraban con desconcierto. ¿Cómo podía alguien encontrar motivo para sonreír en medio de tan horrendo espectáculo?

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