Él No Era Él Parte 2 Paula

Don Eustasio estaba sumido en la tranquilidad de la tarde, envuelto en las risas de la comedia que emitía su televisor. El suave murmullo de la televisión llenaba la habitación mientras se recostaba en su sillón favorito, disfrutando del merecido descanso que la vida le había otorgado.

De repente, como un trueno que interrumpe la calma, resonaron golpes en la puerta de su hogar. Los golpes eran desesperados, como si quien los emitiera estuviera clamando por ayuda con urgencia. Don Eustasio se sobresaltó, su corazón latía con fuerza mientras se ponía de pie con dificultad, apoyándose en su bastón para mantener el equilibrio. Las rodillas resentidas por el paso de los años protestaban con cada paso que daba hacia la puerta.

A medida que se acercaba, la voz de su amigo de toda la vida, Ramón, resonaba con angustia al otro lado de la puerta. Era una voz que conocía desde hacía décadas, una voz que ahora se escuchaba quebrada por el miedo y la preocupación.

—¡Eustasio, Eustasio, por favor, ábreme! ¡Es una emergencia! —aclamaba Ramón.

El corazón de Don Eustasio se contrajo ante el tono desesperado de su amigo. Sin perder un segundo, desbloqueó la puerta y se encontró con la figura temblorosa de Ramón, su rostro pálido y perlado de sudor, los ojos desbordantes de lágrimas que amenazaban con caer.

—¿Qué sucede, Ramón? ¿Qué te trae aquí con tanta preocupación? —inquirió Don Eustasio, sintiendo un nudo en el estómago ante la evidente angustia de su amigo.

—Eustasio, amigo mío, necesito tu ayuda. Es Paula, mi hija… —tartamudeó Ramón, incapaz de contener el torrente de emociones que lo embargaba.

Don Eustasio sintió como si el mundo se detuviera por un instante al escuchar esas palabras. Paula, la hija de Ramón, era como una nieta para él, una joven cuya sonrisa había iluminado sus días en incontables ocasiones. Sin pensarlo dos veces, envolvió a su amigo en un abrazo reconfortante y lo condujo al interior de su hogar.

—Tranquilo, Ramón. Siéntate aquí y dime qué ha sucedido. Estoy aquí para ayudarte en lo que necesites —le aseguró Don Eustasio, guiándolo hacia el acogedor sofá donde podrían hablar con calma.

Don Eustasio observó con pesar cómo las lágrimas brotaban sin control de los ojos de Ramón, mientras se dejaba caer en el sofá con un pesar abrumador. Con delicadeza, le extendió un pañuelo, ofreciendo un gesto de consuelo.

Después de unos momentos de sollozos incontenibles, Ramón tomó aire con esfuerzo y comenzó a relatar la angustia que lo consumía.

—Como ya sabes, Paula se fue a Argentina para seguir su sueño de escritora —comenzó Ramón, su voz cargada de nostalgia y preocupación—. Ella siempre había anhelado viajar, conocer otros lugares, y cuando se le presentó la oportunidad de irse, no lo dudó un segundo. Estaba llena de ilusiones, y yo también, aunque me dolía en el alma verla partir tan lejos.

Don Eustasio asintió con comprensión. Recordaba las conversaciones en las que Paula compartía sus sueños, irradiando entusiasmo por la aventura que estaba a punto de emprender.

—Claro que lo sé, no había día en que no mencionara su próximo viaje —dijo
Don Eustasio, con nostalgia en su voz—. Pero ¿Qué ha sucedido exactamente? ¿Por qué estás tan preocupado?

La mirada de Ramón se nubló aún más, su rostro marcado por la angustia que lo agobiaba.

—El problema es que desde que se fue, no he recibido ninguna noticia de ella. Han pasado varios días y, Eustasio, mi niña está desaparecida —confesó Ramón, su voz quebrándose con el peso de la incertidumbre.

Don Eustasio sintió un escalofrío recorrer su espalda al escuchar esas palabras. Había supuesto que todo estaba marchando según lo planeado para Paula, imaginando que había llegado a Argentina con alegría y estaba inmersa en su nueva vida.

Don Eustasio escuchaba atentamente las palabras de Ramón, pero su mente se resistía a aceptar la devastadora realidad que describía su amigo. Con incredulidad, buscó en los ojos de su amigo alguna señal de que todo era una confusión, un malentendido, pero encontró en su mirada solo el reflejo del dolor y la incertidumbre.

—¿Cómo que está desaparecida? ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Don Eustasio, su voz temblorosa reflejando la confusión que sentía en su interior.

Ramón exhaló un suspiro cargado de pesar antes de responder, sus palabras resonando con la amargura de la desesperación.

—Quiero decir que no sé nada de ella. Que no me contesta el teléfono, ni al correo, ni a los mensajes. Nadie sabe dónde está. He llamado a la policía, a la embajada, a todos los que se me han ocurrido, y nadie me da una respuesta. Estoy desesperado, Eustasio, no sé qué hacer —explicó Ramón, su voz entrecortada por los sollozos que apenas lograba contener.

Don Eustasio se sintió abrumado por la desolación que emanaba de cada palabra de su amigo. La idea de que Paula, esa joven llena de vida y sueños, hubiera desaparecido sin dejar rastro parecía inconcebible. Sin embargo, la angustia palpable en el rostro de Ramón era una prueba irrefutable de que algo terrible había sucedido.

Un silencio pesado se instaló en la habitación, interrumpido solo por el eco de los sollozos de Ramón.

La determinación en los ojos de Ramón era palpable mientras enfrentaba la desgarradora realidad de la desaparición de su hija en Argentina. No podía quedarse de brazos cruzados mientras el manto de la incertidumbre se cerraba sobre él, envolviéndolo en una angustia que amenazaba con aplastarlo. Necesitaba ir en su búsqueda, recorrer los rincones de un país desconocido en busca de respuestas, de cualquier pista que pudiera conducirlo de vuelta a ella.

—Necesito ir a Argentina, Eustasio, necesito ir a buscarla —declaró Ramón con una determinación que resonaba en cada palabra, su voz cargada de desesperación y anhelo.

Don Eustasio lo observó con asombro, sorprendido por la firmeza de la decisión de su amigo.

—¿A Argentina? ¿Cómo vas a ir a Argentina, Ramón? —inquirió Don Eustasio, desconcertado.

La mirada de Ramón se encontró con la de Don Eustasio, desafiante pero llena de súplica.

—Eustasio. Por eso te necesito. Necesito que me prestes dinero, Eustasio, que me prestes lo que puedas. Te lo devolveré, te lo juro, te lo devolveré con intereses. Pero por favor, ayúdame, Eustasio, ayúdame —imploró Ramón, su voz temblorosa reflejando la urgencia de su situación.

Un peso se instaló en el pecho de Don Eustasio mientras procesaba la solicitud de su amigo. El dolor y la desesperación en los ojos de Ramón no dejaban espacio para la duda.

—Está bien, Ramón, está bien. Te prestaré el dinero, te prestaré lo que necesites —accedió Don Eustasio con una seriedad que contrastaba con la inquietud que sentía en su interior.

La gratitud se reflejó en el rostro de Ramón, un destello de alivio en medio de la tormenta que lo consumía.

—No sé cómo agradecerte, Eustasio, no sé cómo —expresó Ramón, sus palabras cargadas de emoción y gratitud mientras se aferraba a la esperanza que su amigo le ofrecía.

Esa misma noche, Ramón se encontraba frente a su maleta abierta, seleccionando cuidadosamente cada artículo que llevaría consigo en su búsqueda desesperada. La habitación estaba inundada por un silencio cargado de tensión, solo interrumpido por el suave crujido de la tela mientras doblaba sus prendas con meticulosidad.

Una fotografía enmarcada de su hija Paula descansaba sobre la cama, mirándolo con ojos llenos de vida y promesas que ahora parecían distantes e inalcanzables. Con manos temblorosas, Ramón tomó la foto y la guardó en un lugar especial en su maleta, como un faro de esperanza en medio de la oscuridad que lo rodeaba.

Antes de cerrar la maleta, Ramón se arrodilló junto a su cama, sus labios murmurando una oración silenciosa, un ruego desesperado al universo por el regreso seguro de su amada hija. Cada palabra estaba impregnada de amor y anhelo, una súplica que se elevaba hacia lo desconocido con la esperanza de ser escuchada.

El momento finalmente llegó cuando Ramón se levantó con determinación, cerrando la maleta con un clic resonante que parecía marcar el comienzo de una nueva etapa en su vida. Con un último vistazo a la habitación que había sido su refugio durante años, se despidió con un nudo en la garganta, un susurro de promesas no dichas flotando en el aire.

Ya en el aeropuerto, Don Eustasio aguardaba con el corazón en un puño, observando los paneles de información con una mezcla de ansiedad y esperanza. La idea de que su amigo se embarcara en un avión era desconcertante, considerando su temor arraigado a las alturas, pero entendía que el amor por su hija superaba cualquier obstáculo, incluso los propios miedos.

Cuando finalmente llegó el momento de despedirse, Don Eustasio envolvió a su amigo en un abrazo firme, sus palabras de ánimo resonando en el aire entre ellos.

—Estoy contigo en cada paso del camino, Ramón. No estás solo en esto —aseguró Don Eustasio, su voz entrecortada.

Ramón asintió con gratitud.

Poco tiempo después el avión se elevaba hacia el vasto cielo cubierto de oscuridad.

En tierra, Don Eustasio observaba la partida de su amigo con el alma en un hilo, enviando sus más fervientes deseos y oraciones hacia el horizonte donde el avión se perdía entre las estrellas. Admiraba el coraje y la determinación de Ramón, recordando que el amor de un padre por su hijo puede mover montañas y cruzar océanos.

El paso del tiempo parecía haberse detenido para Don Eustasio, quien día tras día vivía sumido en la incertidumbre y la preocupación por su mejor amigo, Ramón, y su hija Paula.

Las semanas se convirtieron en meses, y los meses en años, pero ninguna noticia llegaba para aliviar el peso que pesaba sobre su corazón.

Tres largos años habían transcurrido desde la partida de Ramón hacia Argentina en busca de su hija, y cada día que pasaba sin noticias aumentaba la desesperación de Don Eustasio. Cada llamada telefónica que recibía hacía latir su corazón con la esperanza de recibir alguna noticia, pero el silencio continuaba siendo su único compañero.

Entonces, una tarde, mientras el sol se ocultaba, el teléfono sonó. Don Eustasio se apresuró a contestar, con el corazón en la garganta y las manos temblando. Al otro lado de la línea, una voz conocida resonó, mezclando alegría y tristeza en un tono inconfundible, era su viejo amigo, Ramón.

—¡Lo logré, viejo amigo, por fin lo logré! —exclamó Ramón con un dejo de triunfo y melancolía en su voz.

Don Eustasio sintió una mezcla de emociones abrumadoras al escuchar esas palabras. La alegría de saber que Ramón había encontrado a su hija luchaba contra la tristeza de las palabras que seguían.

—Lamento mucho no poder devolverte el dinero que me prestaste, pero puedes quedarte con todas mis cosas. Esta será la última vez que hablemos y nunca más nos volveremos a ver —continuó Ramón.

El impacto de esas palabras dejó a Don Eustasio sin aliento, incapaz de articular una respuesta. Antes de que pudiera decir algo, su viejo amigo se despidió con un simple “gracias por todo, amigo mío”, y la llamada se cortó abruptamente, dejando a Don Eustasio sumido en un mar de emociones encontradas y preguntas sin respuesta.

El silencio que siguió fue ensordecedor, pero en medio de la oscuridad, una única certeza se aferraba a él, la profunda y eterna amistad que había compartido con Ramón a lo largo de los años. A pesar de la despedida abrupta y sin explicaciones, el legado de su amistad perduraría para siempre en el corazón de Don Eustasio.

Días después, la habitación estaba sumida en una penumbra tranquila mientras Don Eustasio se recostaba en su sillón favorito, su mirada cansada fijada en el televisor que parpadeaba frente a él. Era otro día más en el que la rutina lo llevaba a buscar distracción en la televisión, una pequeña pausa en medio del silencio que lo rodeaba.

Sin embargo, lo que apareció en la pantalla ese día fue algo que hizo que el corazón de Don Eustasio se detuviera en seco. La imagen de un rostro conocido, la foto de su amigo de toda la vida, Ramón, se mostraba en la pantalla junto con un titular que cortaba el aire como un puñal, “Padre hizo justicia por su hija asesinada”.

Don Eustasio sintió un nudo en la garganta mientras escuchaba la voz del reportero relatar la historia de Paula, la hija de Ramón, una joven cuyo destino había sido marcado por la tragedia y la injusticia. Los detalles del horrible crimen, la traición y la violencia que había sufrido, cortaban el alma de Don Eustasio mientras escuchaba con incredulidad lo que había sucedido.

El relato de cómo Ramón había seguido el rastro de su hija, cómo había encontrado al responsable de su muerte y había tomado la justicia en sus propias manos, resonaba en el aire como un eco de dolor y desesperación. Los mensajes dejados en el cuerpo mutilado del asesino, revelando la ubicación de una fosa común donde yacían los cuerpos de otras mujeres desaparecidas, añadían una capa adicional de horror a la tragedia.

Don Eustasio se quedó mirando fijamente la pantalla, su mente luchando por asimilar la magnitud de lo que acababa de presenciar. Las lágrimas le nublaban la vista mientras se aferraba al reposabrazos del sillón, su corazón roto por el sufrimiento de su amigo y la injusticia que había envuelto a su hija.

Una sensación de impotencia lo invadió. Quería correr hacia su amigo, ofrecerle consuelo y apoyo en su momento de necesidad, pero sabía que eso ya no era posible. Ramón había tomado su propio camino hacia la justicia, y ahora su paradero era desconocido, perdido en las sombras de la noche junto con los secretos que llevaba consigo.

Con un suspiro pesado, Don Eustasio apagó el televisor, dejando que el silencio lo envolviera una vez más.

La noticia del destino de Paula sacudió los cimientos de la comunidad y se extendió como un incendio forestal a través de los medios de comunicación internacionales. La historia de la joven enamorada, que viajo a otro país para reunirse con su amado, lastimosamente su amado era un monstruo, una narrativa de amor y tragedia que capturó la atención del mundo entero dejó a muchos con el corazón destrozado y los ojos llenos de lágrimas.

Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses, mientras el caso de Paula continuaba ocupando titulares y conversaciones en cada rincón del mundo. La historia de
su trágico final se convirtió en un símbolo de lucha contra la violencia de género y un recordatorio impactante de los peligros que enfrentan las mujeres en todas partes.

Para Don Eustasio, la revelación de la verdad detrás de la desaparición de Paula fue un golpe devastador. Las lágrimas brotaron sin cesar de sus ojos mientras procesaba la atrocidad que había sufrido la hija de su amigo. Se preguntaba una y otra vez qué podría haber hecho él para evitar ese destino, qué señales había pasado por alto, qué acciones podrían haber cambiado el curso de los acontecimientos.

A medida que la conmoción inicial comenzó a disiparse, una sensación de profundo pesar se apoderó de Don Eustasio. Recordaba con cariño los momentos compartidos con Paula, una joven llena de vida y sueños, que ahora se había ido demasiado pronto. Pero también pensaba en Ramón, su amigo de toda la vida, quien había dedicado años de su vida a buscar justicia para su hija.

La admiración que sentía por la valentía y la determinación de Ramón era inmensa, aunque las acciones extremas que había tomado para encontrar al culpable y hacer justicia por su hija lo dejaron sin palabras. Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, Don Eustasio entendía el dolor inmenso que su amigo debió haber sentido, la necesidad abrumadora de hacer algo, cualquier cosa, para honrar la memoria de su hija y asegurarse de que ninguna otra familia tuviera que sufrir un destino similar.

—No puedo culparte amigo mío —murmuró Don Eustasio para sí mismo en medio de sus reflexiones, las palabras resonando en el silencio de su hogar—. Estoy seguro de que yo haría lo mismo por mi hija o mi nieta.

A medida que los días se convertían en años, Don Eustasio encontró consuelo en la rutina de recordar a su amigo y a Paula con una copa de vino cada semana, un tributo silencioso a su amistad perdida y a la memoria de la joven que ahora era un ángel en el cielo, guiándolos con su luz desde lo alto. Aunque sabía que nunca volvería a verlos en esta vida, sus espíritus vivirían para siempre en los recuerdos y en la eterna gratitud de un corazón agradecido.

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