La Isla de las Muñecas

Julia y Luis llegaron a la isla al atardecer, cuando los últimos destellos de luz solar se filtraban entre las ramas retorcidas de los árboles. Los canales de Xochimilco estaban en calma, pero una extraña tensión flotaba en el aire cuando la pareja desembarcó de la lancha que los llevó hasta la isla de las muñecas.

El lanchero, un hombre mayor con arrugas profundas y mirada sombría, les advirtió nuevamente sobre la peligrosidad de la isla. Les instó a no permanecer mucho tiempo y prometió regresar por ellos al anochecer. La pareja le restó importancia y se adentraron en la isla, equipados con sus cámaras y linternas.

Mientras se aventuraban más profundamente en la isla, la atmósfera se volvía cada vez más opresiva. Las muñecas, con sus apariencias desfiguradas y deformes, parecían seguirlos con la mirada, como si sus grotescas formas escondieran secretos oscuros. A medida que avanzaban, el crujir de las ramas bajo sus pies se mezclaba con sus risas nerviosas, creando una banda sonora macabra que resonaba en el aire.

Las muñecas, antes simples objetos inanimados, ahora parecían cobrar vida en la penumbra creciente. Algunas oscilaban suavemente con la brisa, mientras que otras parecían contorsionarse en posturas antinaturales. Los ojos vacíos de algunas de ellas parecían seguirlos, y las bocas abiertas emitían un ruido apenas audible que se perdía en el aire cargado de tensión.

Cada rincón de la isla revelaba nuevas escenas de horror en forma de muñecas mutiladas y desfiguradas. Las cámaras capturaban imágenes que revelaban la verdadera naturaleza perturbadora del lugar. Sin embargo, a medida que se burlaban de las leyendas y ridiculizaban a las muñecas, una extraña quietud descendía sobre la isla, como si estuvieran despertando algo antiguo y olvidado.

– ¿Te imaginas que estas muñecas se movieran? – dijo Luis, agitando una muñeca de plástico que tenía el pelo quemado.

– ¡Qué miedo! – dijo Julia, fingiendo un grito. – ¿Y si nos atacaran?

– No seas ridícula, son solo muñecas. No tienen vida. – dijo Luis, soltando la muñeca y riendo.

Mientras los jóvenes continuaban su travesía por la isla, la luz del día comenzó a desvanecerse, sumiéndolos en la oscuridad gradualmente. En un instante, un ruido extraño, algo entre un susurro y un gemido, rompió el silencio de la isla.

– ¿Qué fue eso? – preguntó Julia, asustada.

– No sé, tal vez algún animal. – dijo Luis, tratando de calmarse.

– ¿Un animal? ¿Qué clase de animal hace ese sonido? – dijo Julia, mirando a su alrededor.

Las muñecas, antes inertes, parecían haber cobrado vida. Algunas oscilaban suavemente, otras giraban en sus cuerdas como si estuvieran danzando en respuesta a la burla de los jóvenes aventureros. Los ojos vacíos de las muñecas parecían brillar con una luz tenue, y las bocas abiertas emitían un susurro inusual.

Julia, aunque intentaba mantener su escepticismo, sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. “¿Qué está pasando?”, murmuró, pero el murmullo de las muñecas ahogó su voz. Luis, por primera vez, no pudo evitar sentir una punzada de inquietud en su pecho.

De repente, la muñeca de plástico que Luis había agitado antes comenzó a balancearse por sí sola. Los ojos quemados parecían fijos en ellos, como si la muñeca hubiera tomado vida propia. Los pequeños ruidos se intensificaron, convirtiéndose en risas burlonas que se mezclaban las muñecas.

“¡Luis, las muñecas! ¡Las muñecas están hablando!” dijo Julia, su voz temblorosa revelando su miedo.

“¡No puede ser! ¡Es imposible!” respondió Luis, sus ojos recorriendo el inquietante escenario que se desarrollaba a su alrededor.

Los jóvenes quedaron paralizados en medio de la isla, inmersos en un escalofriante coro de voces de muñecas. Las expresiones macabras de las figuras de plástico se retorcían mientras pronunciaban frases sin sentido, reían, lloraban y, de manera aterradora, pedían ayuda. Pero lo más perturbador era la repetición obsesiva de un nombre: “Ana… Ana… Ana…”

El escalofrío que recorrió la espalda de la pareja se intensificó cuando recordaron la trágica historia de don Julián, el dueño de la isla. Este hombre, habiendo descubierto el cuerpo de una niña flotando en el canal, había comenzado a coleccionar muñecas con la esperanza de apaciguar el espíritu de la pequeña alma perdida. Pero el destino pareció jugarle una cruel jugarreta, ya que don Julián también encontró su fin de la misma manera que la niña, ahogado en las aguas sombrías del canal.

Las muñecas, testigos silentes de estas desgracias, parecían resonar con la energía oscura de don Julián y la niña. La isla, saturada con las tragedias pasadas, cobraba vida propia.

Ahora conscientes de la conexión entre el dueño fallecido y la niña ahogada, se miraron con ojos llenos de horror. La isla, con su colección de muñecas que alguna vez fue un intento de redención, se revelaba como un lugar donde los susurros del más allá resonaban entre cada rincón.

– ¡Tenemos que salir de aquí! – dijo Luis, recuperando el sentido. – ¡Vamos a buscar al lanchero!

– ¡Sí, vámonos! – dijo Julia, asintiendo.

El pánico se apoderó de ellos mientras corrían frenéticamente hacia la orilla de la isla, buscando desesperadamente la lancha que los llevaría lejos de ese lugar maldito. Sus esperanzas se desvanecieron abruptamente cuando alcanzaron la orilla y se enfrentaron a una horrible sorpresa, la lancha no estaba allí. En su lugar, solo encontraron un pedazo de cuerda rota que colgaba desoladamente del muelle.

Se miraron el uno al otro, sus ojos reflejando el miedo y la impotencia. La lancha, su única vía de escape, había desaparecido, dejándolos varados en la isla de las muñecas mientras la oscuridad se cernía sobre ellos.

– ¡No! ¡No puede ser! ¡Alguien se llevó la lancha! – gritó Luis, desesperado.

– ¿Quién? ¿Quién pudo hacerlo? – preguntó Julia, llorando.

– No lo sé, no lo sé… – dijo Luis, mirando a su alrededor.

La cruel realidad golpeó a Julia y Luis cuando se percataron de que estaban atrapados en la isla sin ninguna vía de escape visible. La noche había caído, y la luna llena arrojaba una luz pálida que revelaba la tétrica colección de muñecas y sus contornos deformados.

De repente, Julia y Luis sintieron un tirón en sus pies. Una mano fría y húmeda emergió del agua oscura, aferrándose a ellos con una fuerza sobrenatural. Era la mano de la niña ahogada, la misma que había perdido la vida en esas aguas sombrías.

Gritaron de horror mientras la mano fantasmagórica los arrastraba hacia el canal. Sus dedos, helados y desesperados, se cerraban con fuerza alrededor de sus tobillos, como cadenas invisibles que los conectaban al oscuro pasado de la isla.

Forcejearon, luchando por liberarse de la presa espectral que los arrastraba hacia el agua. Pero la mano persistía, su agarre intensificándose con cada intento de resistencia. La lucha inútil solo aumentaba la sensación de impotencia y desesperación que los envolvía.

El coro de las muñecas, ahora enloquecedoramente alto, parecía celebrar la cruel conexión entre el destino de la niña ahogada y la pareja.

– Ana… Ana… Ana…

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