Matrimonio sin amor Adelaide

Adelaide se revolvía en la cama, incapaz de conciliar el sueño. Sentía una mezcla de nervios, miedo y curiosidad por lo que le esperaba al día siguiente, la noche de bodas con el duque de Tharion.

Su padre, el conde de Lunargenta, había arreglado ese matrimonio por conveniencia política, para sellar la alianza entre las dos casas más influyentes de Zaliria.

Adelaide apenas había tenido ocasión de tratar con su futuro esposo, solo lo había visto una vez en la iglesia, cuando se celebraron los esponsales, el compromiso formal ante Dios y los hombres. Era un hombre entrado en años, de rostro adusto y ojos profundos. Le habían contado que era un valiente guerrero, un leal vasallo del rey y un hombre de honor. Pero también le habían advertido que era muy estricto, soberbio y celoso. Adelaide temía no satisfacer sus exigencias, no solo como esposa, sino como mujer.

Ella sabía que su virginidad era el mayor regalo que podía dar a su marido. Era el símbolo de su pureza, de su castidad, de su fidelidad. Era la seguridad de que los hijos que nacieran serían legítimos, herederos de la sangre y el patrimonio de ambos linajes.

Eso era la fuente de su poder y su prestigio, la moneda de cambio con la que su padre había negociado su futuro. Adelaide había sido educada desde niña para guardar su virginidad hasta el día de su boda, para entregarse solo a su esposo y para obedecerle en todo. Había aprendido a leer, escribir, bordar, tocar la vihuela, bailar, rezar. También aprendido a comportarse como una dama, a vestirse con recato, a hablar con mesura, a sonreír con gracia. Había aprendido a ser una buena esposa, pero no sabía nada del amor, ni del placer, ni del deseo.

Adelaide se levantó de la cama y se dirigió a la ventana. La luna llena bañaba el jardín del palacio, donde se celebraría la fiesta nupcial al día siguiente. Imaginó el gentío de los invitados, la música de los instrumentos, el aroma de las flores, el sabor del vino. Imaginó el momento en que tendría que entrar en la cámara nupcial, escoltada por sus damas de honor, que la ayudarían a quitarse el vestido y a adornarse con joyas y perfumes.

Pensó en el momento en que su esposo entraría en la habitación, cerraría la puerta con llave y se acercaría a ella. Se estremeció al imaginar el momento en que la tomaría en sus brazos, la llevaría a la cama y la poseería. Su mente trajo el dolor, la sangre, el miedo y la vergüenza.

Ese momento en que tendría que mostrar la sábana manchada a los testigos, que certificarían su virginidad y su honor. El momento en que se convertiría en duquesa de Tharion, en señora de sus tierras, en madre de hijos de un hombre que no amaba. Imaginó el momento en que dejaría de ser Adelaide, para ser solo la esposa de un hombre 40 años mayor que ella.

Adelaide suspiró y cerró los ojos. No podía cambiar su destino, solo aceptarlo con resignación y esperanza. Quizás, con el tiempo, llegaría a querer a su esposo, o al menos a respetarlo. Esperaba que, con el tiempo, él la quisiera a ella, o al menos la tratara con cariño.

Ella esperaba encontrar la felicidad, o al menos la paz.

Adelaide se encomendó a Dios, y volvió a la cama.

Mañana sería otro día.

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