Mi Deseo de Navidad

En una noche de diciembre, el aire frío envolvía las calles llenas de luces y adornos navideños. Una madre y su pequeña caminaban entre destellos de las luces navideñas, aunque el espíritu festivo les era ajeno. Ansiaban llegar a casa antes de que él regresara.

Él, el novio de la madre, un hombre más joven que ella, la había seducido con promesas ilusorias de amor y felicidad. Pero, rápidamente se reveló como un adicto a las drogas y al alcohol, despojándola de sus ganancias del trabajo. La golpeaba sin piedad cuando algo no le complacía y la amenazaba con causarle daño a su hija si intentaba abandonarlo o denunciarlo.

La madre vivía atrapada en el terror y la humillación, sin saber cómo escapar. Sin familia ni amigos que la respaldaran, temía acudir a la policía por miedo a que él se enterara y cumpliera sus crueles amenazas. Así, se resignaba a soportar los abusos y a mentirle a su hija, asegurándole que todo estaba bien, que él solo atravesaba malos días y que la amaba profundamente.

La niña no era ingenua. Descubría las mentiras de su madre al observar los moretones en su rostro, los rasguños en sus brazos y las lágrimas en sus ojos. También escuchaba los estruendosos gritos, los sonidos de golpes y los insultos cuando él regresaba a casa bajo los efectos de las sustancias.

La pequeña aborrecía a ese hombre que le había arrebatado la sonrisa a su madre y que le generaba pesadillas.

La niña anhelaba una única cosa, ver a su madre feliz. Deseaba que ambas pudieran vivir en paz, libres de miedo, dolor y de él. Por eso, cuando estaban caminando por la calle esa fría noche, y divisó en el parque a un Santa Claus escuchando los deseos de los niños, sintió una chispa de esperanza. Quién sabe, tal vez Santa podría ser la respuesta a sus plegarias, la llave para hacer realidad el anhelo de un futuro de felicidad.

La niña, con una chispa de esperanza en sus ojos, tiró con entusiasmo de la mano de su madre, arrastrándola entre risas y los murmullos animados de otros niños que compartían la misma ilusión. La madre, inicialmente reacia, dejó escapar un suspiro resignado al considerar la posibilidad de prolongar su regreso a casa. Con gestos apresurados, insistía en que no tenían tiempo, que debían apresurarse antes de que él pudiera hacer su indeseada aparición en sus vidas.

— Mamá, mira. Ese es Santa en el parque — exclamó la niña, señalando con entusiasmo.

— Ya sabes que no tenemos tiempo para detenernos, cariño. Tenemos que volver a casa antes de que él… — comenzó la madre, suspirando con preocupación.

La niña, sin embargo, continuaba guiándola con determinación, su risa inocente resonando en el aire festivo. Con una brillante sonrisa, le respondió.

— Pero, mamá, ¡es navidad! quiero pedirle un deseo.

La madre, enfrentándose a la resistencia de su hija, se detuvo por un momento, observando la expresión radiante en el rostro de la niña. La emoción de su pequeña le suavizó el corazón, permitiéndole ceder ante la magia efímera de ese instante.

— Está bien, solo un momento —concedió finalmente la madre, sonriendo a su hija—. Pero no podemos demorarnos mucho.

La niña, sin embargo, continuó, contagiando su entusiasmo a su alrededor. Las luces centelleantes y la música festiva creaban un ambiente acogedor, y la madre empezó a sentir cómo la magia del lugar suavizaba sus preocupaciones. A medida que avanzaban entre la multitud de risas y sonrisas, la niña logró con éxito que la madre se permitiera disfrutar de ese fugaz momento de felicidad.

Cuando llegó el turno de la niña, vieron que Santa Claus estaba sentado en un trineo decorado con brillantes guirnaldas y rodeado de juguetes. El hombre vestido con un traje rojo radiante. Una barba blanca y esponjosa cubría su rostro, aportando un toque genuino a la escena festiva.

Santa, con su voz cálida, invitó a la niña a sentarse en sus rodillas. Con una mirada llena de expectación, le preguntó qué deseaba para navidad. La niña, con sus grandes ojos inocentes, se sumergió en el mágico momento y le confesó sus más profundos anhelos con la esperanza de que Santa pudiera hacerlos realidad.

— ¡Ho, ho, ho! ¡Hola, pequeña! ¿Te gustaría sentarte en mis rodillas y contarme qué deseas para navidad? — dijo Santa con su voz cálida.

La niña, con ojos llenos de expectación, asintió y se sentó en sus rodillas.

— Muy bien, ¿cómo te llamas y cuál es tu deseo, querida? — preguntó Santa Claus con una mirada llena de expectación.

— Me llamo Camila y quiero que mi madre sea feliz. — confesó la niña, sumergiéndose en el mágico momento.

Santa, asombrado por la respuesta sincera de Camila, contempló con asombro sus grandes ojos llenos de ilusión. Habitualmente, los niños pedían juguetes, dulces, videojuegos o cualquier objeto material que capturara su atención. Sin embargo, la sencillez y nobleza de la petición de la niña tocó el corazón de Santa de una manera única.

Envuelto en el resplandor de las luces parpadeantes que adornaban su trineo, Santa, con una expresión de mezcla entre ternura y curiosidad, le preguntó a la niña.

— Eso es un deseo muy especial. ¿Por qué pides eso? — preguntó con ternura.

El susurro de la niña se entrelazó con la melodía festiva que llenaba el aire. Santa, con una expresión de compasión, acercó su oído para escuchar las palabras sinceras de la pequeña. La triste realidad resonó en el corazón de Santa mientras absorbía las palabras dolorosas de la niña.

— Porque él la golpea y la hace llorar. — susurró Camila, entrelazando su voz con la melodía festiva que llenaba el aire, creando un contraste impactante.

Santa, congelado por la impactante revelación de la niña, se vio invadido por una mezcla de emociones intensas. En ese instante, la alegre atmósfera navideña pareció desvanecerse, dejando paso a un ambiente tenso y cargado de preguntas sin respuesta.

— ¿Quién es él? — preguntó Santa, con una mezcla de rabia contenida e impotencia en sus ojos. Apretando los puños, se inclinó más hacia la niña, deseando conocer la identidad del causante de tanto dolor.

— Es el nuevo novio de mamá. — susurró la niña, con la mirada llena de tristeza y miedo, apenas audible. Santa, con el semblante entristecido, se enderezó en su trineo, rodeado por el resplandor de las luces parpadeantes.

En ese momento, una suave nevada comenzó a caer, creando un velo de serenidad en el aire. El parque, iluminado por la brillante decoración navideña, se volvió un testigo silente de la confesión de la niña. Santa, con profunda compasión, tomó la mano de la pequeña entre las suyas y le prometió con voz firme.

— Voy a hacer todo lo posible para ayudarte y para que tú y tu madre encuentren la felicidad. Nadie merece vivir con miedo. — aseguró Santa con voz compasiva. La nevada continuaba cayendo, como si la naturaleza misma estuviera solidarizándose con la angustia de la niña.

Camila, contagiada por la chispa de esperanza que Santa le había ofrecido, se iluminó con una sonrisa que disipó momentáneamente las sombras de su corazón. Con gesto tierno, le dio un beso en la mejilla al bondadoso bonachón, agradecida por el consuelo que le había brindado en ese mágico encuentro.

Bajó de sus rodillas con renovada felicidad y se dirigió hacia su madre, quien la esperaba con impaciencia, sin conocer aún la confesión que había compartido con el hombre de rojo.

La nevada continuaba su danza, y la luz de las luces navideñas resplandecía en el rostro sonriente de la niña, como si la promesa de un futuro más brillante hubiera disipado temporalmente la oscuridad que las envolvía. Juntas, madre e hija, se alejaron del trineo de Santa Claus.

El hombre de rojo, con la seriedad que pocas veces mostraba, se levantó de su trineo adornado y se acercó a dos de sus elfos más confiables. Les encomendó una tarea crucial, seguir discretamente a la niña y a su madre, y descubrir todo lo posible acerca del hombre que les causaba tanto sufrimiento.

Los elfos, vestidos con trajes festivos y cascabeles que tintineaban alegremente, asintieron solemnemente ante la importante misión. Rápidamente se quitaron los disfraces y desaparecieron entre las sombras del parque, camuflándose entre la nevada y las luces centellantes.

Los dos elfos, expertos en el arte del sigilo, se asombraron al llegar a la humilde morada que la niña y su madre llamaban hogar. La casa, situada en un barrio pobre y peligroso, reflejaba la lucha diaria por la supervivencia. Sus paredes desgastadas y la puerta entreabierta contaban historias de penurias.

Con precaución, se deslizaron hacia adentro, evitando hacer el menor ruido. Se movían como sombras entre las sombras, sin dejar rastro de su presencia. Encontraron un rincón estratégico desde donde podían observar y escuchar discretamente lo que sucedía dentro de la morada.

Cuando la madre y la niña ingresaron a la sala, el hombre que ya estaba en casa, como una sombra maligna, se abalanzó sobre ellas con furia.

— ¡¿Dónde está el dinero?! ¡Lo necesito ahora mismo! — gritó con una voz llena de rabia, mientras las amenazaba.

— No tenemos dinero, por favor, no nos hagas daño — respondió la madre, nerviosa.

La negativa de la mujer desencadenó una violenta reacción por parte del hombre. Golpeó con brutalidad a la madre, quien cayó al suelo en un sonido sordo.

— ¡Por favor, déjala en paz! — suplicó la pequeña, presa del terror, mientras las lágrimas caían por su rostro.

— ¿Qué te hace pensar que voy a hacer eso, mocosa? — se burló cruelmente el hombre, riendo ante las súplicas de la niña. — Si no te callas, te daré algo de qué llorar de verdad.

— ¡No, por favor! — exclamó la niña entre sollozos.

Mientras tanto, la madre, con valentía, se interpuso entre el agresor y su hija, ofreciendo su cuerpo como un escudo.

— ¡No le hagas daño! ¡No te atrevas! — gritó la madre, enfrentando al hombre con determinación.

La furia del hombre no tuvo límites, una patada despiadada alcanzó el estómago de la madre, quien cayó al suelo, vomitando sangre.

— ¡Mami! — gritó la niña, intentando acercarse a ella mientras las lágrimas le nublaban la vista.

— Eso es lo que obtienes por meterte conmigo estúpida — gruñó el hombre, mirando con desprecio a la madre indefensa en el suelo.

Los elfos, consternados por la brutalidad que se desplegaba ante sus ojos, experimentaban una mezcla abrumadora de emociones. La pena y la rabia fluían ante el sufrimiento injusto de la madre y la niña, víctimas de la crueldad de ese despiadado hombre. El asco y el odio rugían en sus corazones, dirigidos hacia el agresor que parecía carecer de toda compasión.

Decididos a poner fin al sufrimiento de la madre y la niña, salieron sigilosamente de la casa, evitando ser detectados por el despiadado hombre. Con pasos rápidos y cautelosos, se encaminaron de regreso al parque, donde su señor, disfrazado de Santa Claus, continuaba escuchando los deseos de los niños que buscaban un destello de esperanza.

Al llegar, se aproximaron a Santa y, con respeto, le llamaron por su nombre, señor Orión. Sin rodeos, compartieron con él la cruda realidad que habían presenciado en la casa. Las palabras fluían con urgencia mientras describían la violencia y el sufrimiento que el hombre les infligía.

Orión, aunque disfrazado, dejó entrever en sus ojos un destello de preocupación y determinación.

Escuchó con atención las palabras de sus leales secuaces, y en su interior, una mezcla oscura de venganza se apoderó de sus pensamientos. Ahora conocía santo y seña del hombre que sembraba el sufrimiento en aquella humilde morada, y la determinación ardía en sus ojos.

Así, en el parque iluminado por las luces navideñas, Orión se preparó para abandonar su disfraz de benevolente Santa Claus y abrazar la faceta implacable que estaba por emerger. La transformación de la Navidad al infierno estaba en marcha, y el destino de aquel hombre cruel pendía de un hilo, tejido por las manos de Orión.

La atmósfera helada de esa noche quedó suspendida en el aire mientras Orión y sus secuaces penetraban silenciosamente en la casa. La madre abrazando a su hija, dormían ajenas al inminente cambio que se avecinaba, mientras el hombre, sumido en su propio mundo de vicios, descansaba en el sofá de la sala, ajeno al destino que le aguardaba.

Con resentimientos y armados con un propósito oscuro, Orión y sus secuaces avanzaron con sigilo hacia la sala. Encontraron al hombre acostado, embriagado y drogado, completamente vulnerable en su estado inconsciente. Orión, con una mirada de desprecio, se aproximó al hombre y le habló en un tono bajo, pero cargado de amenazas.

— Hola, amigo. Ha llegado tu hora — pronunció, sus palabras resonando en la sala como un presagio de tormenta. — No sabes lo que te espera, pero te aseguro que no te va a gustar. Te voy a hacer sufrir como nunca has sufrido, te voy a hacer rogar como nunca has rogado.

La oscura promesa de justicia estaba en marcha, y la noche se cernía sobre la casa con la sombra de una venganza implacable.

El hombre, sumido en su embriaguez y confusión, apenas pudo reaccionar antes de sentir manos aferrándose a su cuello y una cinta que le sellaba la boca. Intentó resistirse en vano, su debilidad y aturdimiento lo volvían impotente. Sin emitir sonido alguno, los secuaces levantaron al hombre del sofá, lo arrastraron hasta la puerta y lo introdujeron en una furgoneta que arrancó velozmente, alejándose de la casa en la quietud de la noche.

Mientras tanto, la madre y la niña continuaban durmiendo, ajenas a la oscura transformación que se desplegaba a su alrededor. Desconocían que el hombre causante de su sufrimiento ya no estaba presente, llevado por una sombra vengadora.

El sombrío destino condujo hasta un almacén abandonado. Con el hombre aún aturdido, lo bajaron de la furgoneta, lo arrastraron hasta el sótano y lo aseguraron a una mesa, donde procedieron a quitarle la capucha y la cinta que sellaba sus labios.

Al liberarse de la mordaza, el hombre abrió los ojos y se encontró con la mirada de Orión, que lo observaba con una sonrisa malévola. Lo reconoció y, en ese instante, un escalofrío de terror recorrió su cuerpo. Conocía su reputación, sabía la crueldad que se le atribuía, y comprendió la pesadilla que se avecinaba.

Ante la mirada gélida de Orión, el hombre se enfrentó a la terrible realidad de que su destino ahora estaba en manos de un ser que encarnaba la oscuridad misma.

— Hola, amigo. Te aseguro que vas a saber lo que es sufrir de verdad. Te voy a hacer pagar por todo lo que les has hecho a esa pobre mujer y a esa dulce niña. Te voy a hacer vivir un infierno, antes de mandarte al infierno — espetó Orión con una voz cruel, cargada de una sed de venganza despiadada.

El hombre, aturdido y desesperado, intentó articular palabras en un vano intento de buscar clemencia, negociar o encontrar alguna salida a su escalofriante situación. Sin embargo, sus balbuceos fueron meras sombras de súplicas inaudibles. Sabía, en lo más profundo de su ser, que cualquier intento de persuasión era inútil frente a la impasibilidad de Orión.

— No pierdas el tiempo, amigo. No hay nada que puedas decir o hacer para cambiar tu destino. Estás en mis manos, y yo soy tu juez, tu verdugo y tu dios. Voy a disfrutar de cada segundo de tu agonía. Voy a ser el héroe de esta historia, y tú el villano. Voy a ser el ángel de navidad, y tú el demonio — sentenció Orión con una voz burlona que resonó en el sótano como un cruel eco de su implacable voluntad.

Las palabras de Orión dejaron claro que, en ese rincón oscuro y desolado, la venganza se tejía con tintes de sadismo, y el hombre se encontraba a merced de una justicia retorcida.

En el rincón más sombrío del sótano, una pequeña mesa estaba repleta de instrumentos de tortura que brillaban con una malévola promesa. La luz tenue parpadeaba sobre cuchillas afiladas, pinzas retorcidas y dispositivos de raros diseños que aguardaban su turno. El aire mismo parecía impregnado de la crueldad que emanaba de aquel conjunto siniestro.

En la penumbra, Orión se movía con una sonrisa fría. La sala resonaba con un silencio opresivo, solo interrumpido por el suave tintineo de los instrumentos al ser movidos. El hombre atado a la mesa temblaba, sintiendo la presión del destino oscuro que se avecinaba.

— Llegó la hora, amigo. — La voz de Orión resonó como un eco macabro. — Te sumergirás en el abismo que tú mismo has creado. Prepárate para conocer el verdadero significado del sufrimiento.

Sin más palabras, seleccionó meticulosamente un instrumento de la mesa, y el terror se apoderó del sótano mientras el hombre temblaba en anticipación de la tortura que se avecinaba.

La mesa se convirtió en el altar de su sadismo, un lugar donde la brutalidad se encontraba con la creatividad retorcida de aquellos que anhelaban infligir sufrimiento.

Los gritos desgarradores del hombre se desencadenaron en el sótano, resonando como un eco aterrador. Cada instrumento cumplía su función, sumiéndolo en una agonía indescriptible. Los alaridos perforaban la quietud de la noche, marcando la trágica sinfonía de un ajuste de cuentas.

— ¡Por favor! ¡No más, no más! Les prometo que cambiaré, seré un buen hombre, ¡lo juro! — suplicó el hombre, temblando de miedo y dolor.

— La única forma de que seas un hombre bueno es que seas un hombre muerto. Has causado demasiado sufrimiento, y ahora es el momento de rendir cuentas. — respondió Orión, con una voz fría y despiadada, mientras le arrancaba las uñas de la mano con unas pinzas.

Varias horas después, llenas de gritos agónicos y súplicas entre lágrimas, el ruido terminó.

Un cuerpo yacía inerte en la silla, su rostro retorcido por el sufrimiento. Dos orificios vacíos ocupaban el lugar donde antes había ojos, una boca desprovista de dientes y labios emitía un último suspiro silencioso. La cara, sin orejas, era un testigo sordo del tormento infligido.

Las manos, ahora sin dedos, colgaban inertes a ambos lados de la silla, su cuerpo desnudo y sin genitales que habían sido arrancados a la fuerza, víctimas de una tortura que había dejado cicatrices imborrables. El cuerpo, electrocutado y emitiendo un olor a carne quemada, descansaba en la quietud de la muerte. El sótano, envuelto en un silencio espeluznante, guardaba el secreto macabro de la justicia despiadada impartida por Orión.

Por la mañana, la pequeña niña, aún envuelta en el manto de la inocencia, despertó antes que su madre. Con la emoción de su deseo de navidad palpitando en su corazón, se dirigió a la sala donde un pequeño pino de navidad aguardaba, con sus luces destellantes y sus adornos llenos de esperanza.

Cuando los ojos de la niña se posaron en el árbol, su rostro se iluminó con una alegría sin igual. Llena de entusiasmo, llamó a su madre a gritos desmedidos, sus palabras resonando con la pureza y la emoción.

La madre, aún envuelta en la neblina del sueño y temerosa de lo que podría haber sucedido durante la noche, corrió rápidamente hacia la sala. El temor de que su pareja pudiera haberle causado daño a su hija la atormentaba. Sin embargo, al llegar, sus ojos se abrieron de par en par, asombrados por lo que vieron.

En lugar de su modesto pino de Navidad con escasos adornos, se encontró con un majestuoso pino enorme, repleto de luces que parpadeaban en tonos brillantes y adornos que destellaban con la magia de la temporada.

Los ojos de la niña se agrandaron con asombro mientras sus manos se posaban sobre las brillantes bolas de colores y las cintas que danzaban en las ramas del árbol. La sala estaba inundada de un resplandor cálido, y el aire vibraba con la esencia mágica de la navidad.

En el pie del pino, como un tesoro cuidadosamente dispuesto, reposaban decenas de regalos, cada uno envuelto con esmero y adornado con brillantes lazos.

— ¡Mami, mami! ¡Mira todos los regalos que trajo Santa! — exclamó la niña, con ojos llenos de emoción.

La sala resplandecía con la luz del pino de navidad, y la pequeña niña, envuelta en la magia, se apresuró a agarrar todos los regalos con ojos brillantes de emoción. Entre el ruido de papel de regalo rasgado y risas, sus dedos se detuvieron en uno en particular que capturó su atención. La etiqueta decía claramente “Para mamá”.

— ¡Este es para ti, mamá! — dijo la niña, entregándole el regalo con la etiqueta que decía “Para mamá”.

— ¡Mamá, tienes que abrirlo! — exclamó la niña con entusiasmo, sosteniendo el regalo con sus pequeñas manos.

— Está bien, cariño. Veamos qué hay dentro — respondió la madre con una sonrisa nerviosa, tomando el regalo entre sus manos temblorosas.

La sala, se llenó de un silencio expectante mientras la madre desgarraba el papel de regalo.

Los ojos de la madre se agrandaron al descubrir el contenido del paquete. La niña observaba con expectación mientras los billetes cuidadosamente dispuestos quedaban al descubierto. La madre tomó la tarjeta y leyó en voz alta: “No te preocupes por ese hombre, ya no podrá hacerles daño. Feliz Navidad”.

La madre, sintiendo una oleada de emociones abrumadoras, cayó de rodillas mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. La carga de miedo y sufrimiento que llevaba consigo parecía disolverse en ese momento mágico. La certeza de que alguien, en algún lugar, había intervenido para liberarlas de esa oscura sombra le proporcionó una sensación de alivio que transformó su pesar en lágrimas de gratitud y liberación. La niña, al ver la reacción de su madre, no pudo contener su propia alegría y se lanzó a abrazarla.

— ¡Mamá, mamá! ¡Fue Santa, Santa Claus cumplió mi deseo! — exclamó la niña, con la felicidad desbordando en cada palabra.

La madre, sorprendida y emocionada al ver la alegría de su hija, la miró con cariño.

— ¿De verdad, cariño? ¿Santa Claus cumplió tu deseo? — preguntó la madre, abrazando a su hija con ternura.

— Sí, mamá, se lo pedí personalmente en el parque. Le pedí que tú fueras feliz, ¡y mira lo que dejó bajo el árbol! — dijo la niña, con asombro en sus ojos.

— ¡Fue Santa, mamá! ¡Santa cumplió mi deseo! — repitió la niña, abrazando a su madre con fuerza.

Por otro lado, el ruido del restaurante contrastaba con la seriedad en los rostros de Orión y sus ayudantes. Mientras saboreaban sus alimentos, uno de los ayudantes rompió el silencio:

— Jefe, todos los niños que se sentaron con Santa anoche recibieron sus regalos. La operación fue un éxito.

Orión asintió con satisfacción, pero su expresión permaneció imperturbable.

— Bien hecho. Pero nuestra labor no ha terminado. Seguiremos limpiando la ciudad. Hay más injusticias que corregir, más maldad que erradicar. La maldad no descansa, y nosotros tampoco lo haremos. — anunció con determinación, mientras sus ayudantes asentían en acuerdo.

— Es una lástima que el juguete de anoche se durmiera temprano. — dijo con resignación mientras ponía una risa maldita.

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